El mérito declinado en meritocracia se ha convertido en un dogma de la nueva religión de nuestro tiempo, la del negocio y el consumo, una religión que en Occidente ha suplantado al cristianismo.
Luigino Bruni
publicado en Messaggero di Sant'Antonio el 04/03/2025
Tuve la ocasión una noche de escuchar una transmisión de Radio1 sobre el tema del mérito, particularmente sobre el mérito en la escuela. El conductor del programa no tenía idea del debate cultural y científico acerca del mérito, que es antiquísimo: un punto de partida es el libro de Job, luego los Evangelios, San Agustín, Pelagio, Lutero… Los dos invitados estaban entusiasmados con la revolución del mérito que se puso en marcha en Italia. Entonces, sin ninguna opinión contraria, hacían propaganda del nuevo verbo meritocrático. Uno de los invitados, para explicar la urgencia vital de introducir el mérito en la escuela – como lo revela el preocupante cambio de nombre del Ministerio de Educación –, usaba la metáfora del deporte para hablar de la escuela. Y afirmaba: todos tienen derecho a hacer actividad deportiva, pero solo los más capaces ganan medallas; así debería ser también en la escuela: todos deben ir a la escuela, pero se necesita construir un sistema en el que los mejores puedan ganar medallas. Se presentaba al mérito como al gran ausente de nuestra escuela, una escuela nivelada y no meritocrática por la que nuestros mejores estudiantes no pueden florecer, además por la triste particularidad de clases con alumnos con problemas de aprendizaje que están, lamentablemente, en las mismas clases de los más capaces, por culpa de una sociedad pietista y católica que daña a los mejores, que son entorpecidos por los menos capaces.
Una experiencia nocturna que nos dice cómo están cambiando rápida y radicalmente los valores compartidos sobre nuestra sociedad, sobre nuestra economía, sobre nuestra escuela. El mérito declinado en meritocracia ya se ha vuelto un dogma de la nueva religión de nuestro tiempo, o sea la del negocio y el consumo, una religión que en Occidente suplantó al cristianismo y que pronto sustituirá también a las religiones no occidentales. Y como todos los dogmas, se presenta como una realidad primaria que hay que asumir como verdadera, sin ponerla seriamente en discusión, si uno no quiere quedar afuera del credo de la religión. Si no detenemos rápido esta deriva meritocrática, pronto nos encontraremos con clases especiales para niños “discapacitados”, para que los “normales-dotados” puedan estudiar sin molestias, y así tiraremos a la basura dos mil años de cristianismo y siglos de fraternidad civil. Y Heródes habrá vencido.
Pienso en la experiencia de una amiga que es “maestra de apoyo” (expresión éticamente estupenda) en una escuela primaria, que me contaba un episodio con un chico con autismo. Un día les pidió que le cantaran la canción de los siete enanos de Blancanieves cuando van a trabajar. De improviso, toda la clase se puso a marchar con él. Una marcha que fue un don y una ayuda de la clase a ese niño, pero que antes educó a todos los alumnos. Si esos niños van a ser buenos ciudadanos y buenas personas dependerá de la calidad de las clases y de los enseñantes, cierto, pero también, y quizás más, de esos trencitos de amistad que los formarán a la vida laboral y civil, cuya calidad ética dependerá de la capacidad que tengan de ir a trabajar felices como esos siete enanos, con trabajadores diferentes a nosotros pero con los que tenemos que aprender a colaborar.
Entre las cosas más inquietantes de 1984, la novela de George Orwell, está el cambio de nombres de los ministerios del nuevo estado de Oceanía, entre ellos el “Ministerio del Amor” y el “Ministerio de la Verdad”. Los imperios cambian los nombres como le gustaría hacer a la magia, que cree que cambia la realidad manipulando sus palabras. Pero gracias a Dios, fuera de los cuentos, las cavernas no se abren diciendo “¡Ábrete sésamo!”. Se necesita mucho más.
Credit Foto: © Giuliano Dinon / Archivio MSA