Sin precio y sin estruendo

El árbol de la vida – José es puesto a la prueba (varias veces), pero vive con lealtad

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 29/06/2014

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Logo Albero della vita"La primera sensación que tuvo Nejliúdov, al despertarse por la mañana, fue la de haber cometido algo muy reprobable la víspera. Pero, al ordenar sus ideas, se convenció de que no se trataba de una mala acción, sino más bien de malos pensamientos… Uno puede arrepentirse de haber cometido una mala acción y no volver a repetirla; en cambio los malos pensamientos siempre engendran malas acciones.”

La historia de José en casa del oficial egipcio Putifar, es una gran lección sobre la gramática de la lealtad. La lealtad no es una virtud de nuestro tiempo. Durante siglos, las empresas y las instituciones, para vivir, han recurrido a un patrimonio de lealtad forjado por los valores, el esfuerzo y los hábitos de las familias, iglesias y comunidades, y alimentado por las grandes narrativas, el arte y la literatura. Hace años dejamos de generar intencionadamente estos valores y estos hábitos, pero la lealtad sigue siendo necesaria, incluso más que antes. Hace años pensamos que sería posible sustituir la lealtad por incentivos. Pagando y controlando a trabajadores y directivos, esperábamos que se hicieran ‘leales’ cuando “no hubiera nadie en casa” (39,11) para verles y controlarles. Es una lástima que sólo ahora nos demos cuenta de que esta sustitución no funciona más que para las cosas muy sencillas y, sin embargo, es mortal cuando se trata de gestionar situaciones importantes o cruciales. Esta fragilidad radical de nuestro sistema económico y social deriva de una grave carencia de la virtud de la lealtad. Tomar conciencia colectiva de ello sería una gran ventaja.

José llega a Egipto como esclavo. Había sido comprado por Putifar, un funcionario del faraón. El Génesis nos muestra a José como una persona de gran valor; no ya como el muchacho ingenuo que cuenta sus sueños-profecía a sus envidiosos hermanos, sino como un administrador perfecto, que lo hace todo bien: “JHWH asistió a José, que llegó a ser un hombre afortunado, mientras estaba en casa de su señor egipcio” (39,2). José se gana el aprecio y la confianza incondicional de Putifar, quien “dejó todo lo suyo en manos de José y, con él, ya no se ocupó personalmente de nada más que del pan que comía” (39,6). Y así “JHWH bendijo la casa del egipcio en atención a José, extendiéndose la bendición de JHWH a todo cuanto tenía en casa y en el campo” (39,5). La bendición de José, heredero de la primera gran bendición de Abraham, se extiende a toda la casa donde vive y para la que trabaja. El bien excede la bondad de la persona que lo realiza. Cuando una persona buena y justa actúa en una comunidad o en una empresa, su bondad-bendición contagia todo lo que toca y se convierte en un bien común. La primera bendición de cualquier realidad humana son las personas, a veces una sola: “ [Abraham] serás una bendición” (12,2).

La lealtad de José, que es el corazón de este relato, emerge con toda su fuerza durante la gestión del conflicto con la mujer de su señor (el Génesis no nos dice su nombre). José se nos presenta como un joven “apuesto y de buena presencia” (39,6), igual que su madre Raquel (29,17), revestido también de esa belleza moral típica de las personas justas y rectas, que no es menos fascinante que la belleza física. En él “se fijó” la mujer de Putifar “y le dijo: ‘acuéstate conmigo’” (39,7). José respondió: “Mi señor no me controla nada de lo que hay en su casa, y todo cuanto tiene me lo ha confiado … No me ha vedado absolutamente nada más que a ti misma … ¿Cómo entonces voy a hacer este mal tan grande, pecando contra Dios” (39,9). Putifar, en efecto, sólo le había pedido cuentas “del pan que comía”, y en aquella cultura el ‘pan’ era también imagen o eufemismo de la intimidad conyugal. Y así “aunque ella insistía en hablar a José día tras día, él no accedió a acostarse y estar con ella.” (39,10).

Esta ‘prueba’ de José es un paradigma de todas las situaciones en las que una persona tiene la oportunidad de ser leal. En la lealtad brilla en toda su pureza una dimensión típica de todas las virtudes, que no son cosa de preferencias o valores, sino de actos. Es un bien de experiencia, porque sólo somos leales cuando nuestros principios se traducen en un acto concreto. Podemos creer sinceramente en el valor de la lealtad, pero para ser leales tenemos que demostrarlo sobre el terreno. No bastan las rectas intenciones o los buenos pensamientos, aunque es cierto que para ser leal es necesario cultivar los buenos pensamientos y rechazar los malos. Como ocurre con todos los bienes de experiencia, no podemos saber si este ‘bien’ se encuentra verdaderamente en nuestra ‘panera’ hasta que nos vemos envueltos una experiencia concreta, en la que descubrimos si pensamos que somos leales o si lo somos realmente. Eso quiere decir que podemos hacernos leales incluso después de un desliz de deslealtad. Como también podemos descubrir, sorprendidos y emocionados, después de una experiencia inédita, que tenemos en nosotros una fuerza moral que no creíamos poseer. El martirio debe ser algo semejante; por eso antes que un don que se hace es un don que se recibe. José, que ya era justo, no supo que también era leal hasta que la mujer de su señor se fijó en él. Ni un instante antes.

Aquí descubrimos una característica esencial de la lealtad. Su existencia y su valor se miden en base a un costo concreto que la persona que quiere ser leal debe asumir, diciendo ‘no’ a una (o varias) acción desleal que podría ahorrarle ese coste. La lealtad siempre cuesta y muchas veces se traduce en ‘no hacer’. Por eso, la lealtad es difícil de ver. Sin esta alternativa costosa, que llega “un día” cuando “no hay nadie en casa”, la lealtad no emerge. El coste que José tiene que asumir para ser leal a Putifar, no es tanto la renuncia al placer sexual como las previsibles consecuencias de su rechazo, dada la radical asimetría de poder que existe entre él y la mujer de su señor. Un coste que pronto se pondrá de manifiesto.

En la continuación de este episodio del gran ciclo de José, hay además una enseñanza sobre otra dimensión de la lealtad, no necesaria pero sí muy frecuente. José, para ser leal, tiene que decir ‘no’ a un ofrecimiento que le llega de la misma parte en la que se encuentra la persona-institución a la que quiere ser leal. “Cierto día entró él en la casa para hacer su trabajo y coincidió que no había ninguno de casa allí dentro. Entonces ella le asió de la ropa diciéndole: ‘acuéstate conmigo’. Pero él, dejándole su ropa en la mano, salió huyendo afuera”. Entonces la mujer “gritó a los de su casa diciéndoles: ‘¡Mirad! Nos ha traído un hebreo para que se burle de nosotros. Ha venido a mí para acostarse conmigo, pero yo he gritado” (39,11-14). La misma versión falsa y torticera se la contó después la mujer al marido (39,17), el cual prendió a José “y lo puso en la cárcel” (39,19).

Otra vez sin “ropa” y otra vez arrojado violentamente a un “pozo” (40,15).

Y José calla. Como ‘oveja muda’, no se defiende. La Biblia no nos dice nada de las razones de este silencio. Pero esa no-palabra nos puede desvelar otra dimensión fundamental de la lealtad, tal vez la más típica. La lealtad se vive, no se cuenta. Sobre todo cuando para ser leales ha habido que decir un gran ‘no’ a alguien íntimo, de la misma ‘casa’. También estos silencios pueden ser expresión de lealtad, pero sólo cuando quien calla carga con las consecuencias. Algunas veces la lealtad puede entrar en conflicto con otras virtudes, como la justicia; dentro de los conflictos entre virtudes es donde se ejercita nuestra responsabilidad moral.

Si la lealtad es una virtud silenciosa e invisible en su parte más profunda y auténtica, entonces no puede contar con los típicos premios y agradecimientos que sostienen y refuerzan muchas virtudes ‘públicas’. La recompensa por el coste asumido por permanecer leales es totalmente intrínseca y por eso aquellos que no tienen una vida interior, de la que mana esa única recompensa, no pueden ser o permanecer leales. Si queremos que el mundo y las instituciones de mañana sean más leales, debemos lanzar una nueva campaña de vida interior y de espiritualidad. Sin lealtad no es posible mantener la fidelidad, primero a los pactos y a las promesas primarias de la vida, y después a los contratos.

Para terminar, si la lealtad es por naturaleza difícilmente observable, eso quiere decir que en el mundo y entre las personas que nos quieren hay mucha más lealtad de la que conseguimos ver. Si fuéramos capaces de ver más en profundidad a nuestros amigos, nuestras mujeres, nuestros maridos, nos daríamos cuenta de que detrás de su amor fiel y sus ojos buenos, se esconden, invisibles y silenciosos, muchos actos de lealtad que han sido los verdaderos cimientos de esas relaciones fuertes. En los últimos instantes de la vida, también nos hacemos recíprocamente actos de lealtad-fidelidad decisivos, como nuestra herencia más preciada. Otros, tal vez más hermosos y ciertamente más dolorosos, no podemos o no logramos contarlos y mueren con nosotros; pero todos dan mucho fruto, y hacen más bello y más digno nuestro mundo. “El señor de José lo prendió y lo puso en la cárcel … Pero JHWH asistió a José” (39,21).

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