El otro nombre del padre

El otro nombre del padre

Raíces de futuro/7 – La tarea difícil es encontrar la vida y Dios, ahí donde la vida y Dios no se encuentran. 

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 16/10/2022

«Pequeña mía,
por ti habría dado todos los jardines
de mi reino si hubiera sido reina,
hasta la última rosa, hasta la última pluma.
Todo el reino para ti.
Te dejo en su lugar barracas y espinas...
Estamos solamente confundidos, crees.
Pero sentimos. Todavía sentimos.
Somos todavía capaces de amar algo.
Seguimos sintiendo compasión.
Hay esplendor
en cada cosa. Lo he visto.
Ahora lo veo más.
Hay esplendor. No tengas miedo ».

Mariangela Gualtieri

El libro Corazón es un libro que, en algunas páginas, todavía nos habla. Nos recuerda lo que es realmente la escuela (y también la salud). Un ejercicio necesario para comprender qué virtudes de ayer hay que custodiar también hoy.

Cada generación debe decidir qué virtudes de ayer quiere conservar y cuáles olvidar. Muy pocas virtudes son virtudes siempre y en todas partes; todas las demás son virtudes aquí y ahora, y algunas con el tiempo se convierten en vicios (y viceversa). Las virtudes militares han sido grandes virtudes en las civilizaciones pasadas. Se transmitían en las familias, las religiones y las escuelas, narradas en fábulas y novelas. Esos relatos guerreros y patrióticos a veces nos conmueven todavía. Pero decidimos no detenernos y desviamos la mirada. Porque la historia de las guerras nos enseña que el árbol de la democracia nace, crece y da buenos frutos cuando se cultivan otras virtudes: la mansedumbre, el diálogo, la reciprocidad, la compasión, la tolerancia, la no violencia. Y así, palabras como "el enemigo" salieron del territorio de las virtudes para entrar en el de las palabras a guardar en el armario de ayer. 

El libro Corazón, de Edmondo De Amicis, uno de los más leídos en Italia y en el mundo, habla muchísimo de la virtud, sobre las virtudes militares y el amor patriótico, virtudes que eran importantes para el joven Reino de Italia. ¿Quién puede olvidar la "Piccola vedetta lombarda" o el "Tamburino sardo"? Pero los chicos de De Amicis leían aquellos cuentos de pequeños soldados heroicos mientras estaban sentados en sus pupitres, y nos dijeron, quizá más allá de la intención del autor, que el buen lugar para los chicos es el patio de la escuela y no el campo de batalla. La primera crítica a esas virtudes bélicas era entonces intrínseca al libro mismo, que, al mismo tiempo que las narraba, las superaba para fundar una civilización diferente. 

Volví a leer Corazón como adulto. Me ha gustado mucho, sobre todo algunas páginas. No compartí el sarcasmo de Umberto Eco (Elogio de Franti, 1962) y aprecié el buen juicio de Benedetto Croce (La Critica, 1903). Un libro que habla de los niños, de la familia, de la pobreza y de mucho dolor, y que habla de los adultos y los maestros -es estupendo el retrato de la "maestra del bolígrafo rojo". Pero habla sobre todo de la escuela, de los primeros años de clase de los escolares (qué linda palabra, olvidada). Corazón es un libro que se interesa por los niños, en una sociedad que ni siquiera los veía. Y ahí empezó a verlos, en el gesto de ir a la escuela - y es siempre allí, mientras corren ligeros con sus pesadas mochilas, que cada generación debe aprender a verlos de nuevo, para entenderlos, para entender el presente y el futuro.

Nos situamos en la Italia de 1886, en Turín, en una escuela primaria, después de la Ley Coppino (1877) que había aumentado a tres el número de años de escolaridad obligatoria. Es la aurora de la escuela para todos, y como en todas las auroras la luz y el aire son diferentes y únicos. Corazón es un libro sobre la revolución civil y moral más grande de la modernidad. Antes (y hasta cierto punto después) sólo los hijos de la nobleza y de los ricos iban a la escuela. Aquellos de los pobres, en cambio, tenían que trabajar, trabajar mucho y mal -de mis cuatro abuelos y abuelas, sólo Domenico y Luigi sabían escribir sus firmas, porque -varones- habían hecho primero y segundo grado.

De Amicis es genial al ubicarnos entre los pupitres de aquellas primeras clases: "He nacido para ser maestro de escuela, y cuando veo cuatro pupitres y una mesita en una habitación, me emociono" (Pagine sparse, 1874). Desde allí nos hace entender lo que realmente fue y sigue siendo la escuela de todos y para todos. En aquella Italia y en aquella Europa, los hijos de los ricos iban a la escuela con los hijos de los pobres, las clases sociales diferentes se encontraban y confraternizaban gracias a la amistad y la fraternidad en los pupitres de sus hijos. Era en el aula donde se diluía la envidia social, la raíz de toda desarmonía social. Todos eran diferentes y, sin embargo, todos eran iguales. Una Italia todavía semifeudal que aprendió la cartilla de la democracia en las aulas, que no eran, ni son, menos importantes que las salas del parlamento. Si pudimos redactar los artículos proféticos de la Constitución fue porque habíamos vivido y escrito ese nuevo humanismo en los temas y en los dictados - nos basamos en el trabajo para que los niños pobres puedan ir a la escuela. También quisimos que los niños con problemas estuvieran en las clases de todos gracias a los profesores de apoyo (volví a ver a muchos de ellos en el libro Corazón), y alejamos la tentación de las "clases especiales". Las leyes raciales-racistas eran inhumanas bajo cualquier aspecto, pero también eran sacrílegas cuando expulsaban a los niños judíos de las escuelas. La salida por la puerta del salón de clases era para esos chicos y chicas no menos espantosa y terrible que la entrada por la puerta de los campos.

Las historias de Corazón son de chicos, varones, de entre 9 y 12-13 años. Una edad maravillosa, suspendida entre la infancia y la adolescencia. Cuando la inocencia de la infancia desaparece y en su lugar florece otra. Es una inocencia que, por ejemplo, se expresa en una nueva confianza en los adultos -los "hombres", como los llaman los chicos del Corazón, porque para ellos los adultos son habitantes de un mundo muy diferente. La confianza incondicional que quedaba del niño, se tiñe ahora de estima e imitación. Es la edad en la que los grandes, tíos y tías, maestros y maestras, son queridos por los pequeños. Ya no tienen el candor del niño, pero tienen otro, con más esplendor. También tienen una inteligencia típica y extraordinaria que en ciertas dimensiones desaparece con la adolescencia y que la fugacidad hace sublime - esta inteligencia diversa y efímera es patrimonio moral de la humanidad. Algunas páginas de Corazón están entre las más grandes de nuestra literatura. Algunos de sus relatos son novelas dentro de la novela - volveremos a algunos de ellos el próximo domingo.

De los Apeninos a los Andes. Es la historia de Marco, un chico genovese de trece años, que parte sólo hacia Argentina en busca de su madre. Volví a ver a Marco en los muchos chicos que todavía salen sólos, que se embarcan en nuestro mar, a veces llegan, algunos encuentran a su madre o a su padre o a ambos, otros encuentran los puertos cerrados, demasiados encuentran la muerte. Y cuando, tras un larguísimo y desesperado viaje, llega a Tucumán (De Amicis había estado en Argentina), Marco por fin encuentra a su madre enferma, leemos tres veces una palabra: "Dios, Dios, Dios mío", grita la madre al ver aparecer a su hijo. Se ha criticado a Corazón por la ausencia de religión: esta triple palabra exclamada por una madre llena el libro de una fragancia de alta espiritualidad; es el silencio de la religión lo que hace resonar la palabra "Dios". Es significativo que los libros infantiles más queridos e influyentes en la Italia católica hayan sido Cuore y Pinocho, libros que hablan muy poco de Dios y de la religión pero que saben hablar al alma de los niños (y de los adultos). Tal vez porque las obras nacidas de la intención de escribir un libro religioso rara vez son buenos libros (haría falta el inmenso y atormentado genio religioso de Manzoni o de Dostoievski); porque el mensaje se devora al arte, que tiene una necesidad absoluta de libertad y gratuidad. A Dios le gusta colarse en la vida sin que nos demos cuenta, para sorprender y sorprendernos: así se protege de nuestras ideologías. Pero ahí donde los libros ideológicos, incluidos los religiosos, nunca funcionan es con los niños y los jóvenes. Los niños sólo encuentran a Dios y su espíritu solamente en la vida, no en nuestras ideas sobre la vida. Vienen al mundo equipados de un sentido religioso que aportan consigo como un dote del mundo del que proceden y con el que permanecen en contacto vital y continuo durante años. Son compañeros de los ángeles y ciudadanos del Paraíso. Los adultos sólo podemos hablarles de Dios si entramos en su reino: "si no os volvéis como niños...". Es difícil transmitir la fe a los niños porque en lugar de intentar nosotros entrar en su reino diferente les pedimos que entren en el nuestro, mucho menos evangélico y religioso.

El enfermero del Tata. Quizás mi "historia mensual" preferida. Cicillo es enviado por su madre al hospital de Nápoles para visitar a su padre, tata, que ha vuelto de Francia y está hospitalizado allí. El enfermero le señala a un hombre muy enfermo: "Aquí está tu padre". Cicillo rompe en llanto, "pobre tata, cuánto había cambiado". Cicillo lo atiende, el enfermo casi siempre con los ojos cerrados. Y así Cicillo "comenzó su vida de enfermero": le acomodaba las mantas, le tocaba la mano, "le ahuyentaba los mosquitos". Tras cinco días de cuidados, un hombre entra en el dormitorio y grita: "¡Cicillo!". Era...su padre. El chico había estado cuidando a otro enfermo. Abraza de nuevo a su padre, pero no se mueve de la cama. Su padre lo invita a volver a casa, y Cicillo: "Ahí está ese viejo... Siempre me mira. Pensé que eras tú... Déjame aquí un poco más". Cicillo se queda, y "empieza a asistirlo de nuevo". Se queda con él durante unos días, siempre estrechando su mano. Finalmente, el hombre muere. Cicillo vuelve, pero busca un nombre para darle a aquel hombre: "Y de su corazón a sus labios volvió el dulce nombre que le había dado durante cinco días: Adiós pobre tata". Cicillo nos está revelando uno de los secretos de la existencia humana: se empieza amando a una madre y a un padre y a unos hermanos, se termina descubriendo a cada hombre y a cada mujer como "hermano, hermana, madre" y padre.

Cicillo es también una espléndida imagen, porque es niño, de las monjas, de las enfermeras y de los enfermeros de ayer y hoy. No sabían nuestro nombre, pero nos trataban como tatas, y siguen haciéndolo. Esta es la naturaleza profunda de la asistencia sanitaria, un mundo maravilloso de desconocidos que cuidan y se dan la mano con otros desconocidos que se parecen mucho, demasiado, a las personas de casa. Si nos fijamos bien, Cicillo sigue teniendo la mano y ahuyentando a los mosquitos de tata diariamente en nuestros hospitales, por esa compasión tan laica y religiosa que mantiene al mundo en pie. ¿Y cómo no oír en ese "He aquí a tu padre" de la enfermera a Cicillo un eco del "He aquí a tu madre" de Jesús a Juan? El trabajo más difícil es aprender a encontrar la vida dentro de la muerte, a ver el evangelio a donde no debería estar, tocar a Dios donde Dios no está.

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