La anti envidia es un bien común

La anti envidia es un bien común

El misterio revelado/11 – Evitar confrontaciones tiene sentido, pero hay edades y ocasiones en las que esto no es posible.

di Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 12/06/2022

«Hay tres clases de discípulos: los que enseñan el Zen a otros, los que cuidan los templos y los santuarios, y luego los sacos de arroz y los percheros».

101 historias Zen, n. 87

Daniel, en la fosa de los leones a causa de las artimañas de los sátrapas del rey Darío, nos regala una página espléndida sobre la gramática de «mirar mal a tus iguales» y sobre el valor ético de la oración.

La envidia consiste en experimentar felicidad por el dolor de otro y dolor por su felicidad. Es un uso perverso de la vista (in-videre: mirar mal). A los envidiosos se les reconoce porque no son capaces de mirar a los ojos, no saben sostener la mirada. Dante los coloca en el Purgatorio, quizá porque ya han pagado en la tierra parte de su penitencia, y nos los muestra con los ojos cosidos: «hilo de hierro, horada cual costura sus párpados» (Purg XIII,70). 

La envidia es la raíz del fratricidio de Caín, del conflicto entre José y sus hermanos y de la desobediencia de Adán y Eva, que se creen el razonamiento envidioso de la serpiente. No hay envidia con respecto a los “superiores” o a los “inferiores”, solo con respecto a los iguales: el profesor no envidia a un joven alumno, y si lo envidia (algo muy feo) es señal de que comienza a considerarlo y temerlo como a un igual (más capaz). Caín envidia al hermano Abel, no a Dios. Además, la envidia necesita el convencimiento de que los talentos del envidiado son reales. Si creemos que el competidor está haciendo carrera con talentos fingidos o con enredos, no es envidia lo que surge sino otros sentimientos (rabia, indignación). Para que arraigue el árbol de la envidia, del odio envidioso, debemos creer que el otro es verdaderamente mejor que nosotros y que su valía tendrá efectos perjudiciales para nosotros – en los casos más graves la envidia solo se nutre del talento del otro, aunque de ese talento no se derive ningún daño directo para nosotros –. Los celos son hermanos de la envidia, pero mientras que la envidia es binaria – A envidia a B –, los celos tienen una estructura ternaria: A tiene celos de B porque C puede quitárselo (no tenemos simultáneamente celos y envidia de la misma persona).

La envidia, por otra parte, desencadena espirales de reciprocidad negativa, cuando el envidiado se alegra de la envidia que provoca: puesto que sé que mi éxito te da envidia, yo también experimento un placer solapado contándote mis victorias (y ocultándote mis derrotas). De este modo se generan agujeros negros de males relacionales, círculos morales viciosos que solo pueden ser rotos por personas anti envidiosas, es decir por personas que se alegran de las alegrías ajenas y sufren con sus dolores. Los anti envidiosos son un bien valiosísimo en las comunidades, porque absorben los dolores y amplifican las felicidades de todos. La calidad moral de una comunidad depende decisivamente de cuántas personas anti envidiosas haya generado y retenido, y los círculos viciosos envidiosos son un indicador infalible de declive comunitario, si vuelves a casa por la noche y no puedes contar las cosas bonitas de la jornada porque sientes que tus compañeros se entristecen al escucharte. Y cuando no hay ni un solo amigo (una esposa, un padre) anti envidioso, la vida se vuelve (casi) imposible. La fe es también el don de la certeza de que existe al menos un Amigo anti envidioso – un mundo que elimina a Dios de la tierra aumenta la envidia entre los “igualados” que han sido achatados, y luego utiliza la envidia social para aumentar el PIB –.

«Daniel sobresalía entre los ministros y los sátrapas por su talento extraordinario, de modo que el rey decidió ponerlo al frente de todo el reino» (Daniel 6,4). El rey Darío, personaje de dudosa historicidad, elige a Daniel como un de los tres máximos gobernantes de su reino, dividido en 120 satrapías (provincias). Daniel, un judío deportado, se encuentra ahora en la misma situación que José en Egipto, que fue elevado por el faraón a la dignidad de visir. También aquí hay un conflicto político: «Los ministros y los sátrapas buscaron algo de qué acusarle en su administración del reino; pero no le encontraron ninguna culpa ni descuido, porque era hombre de fiar que no cometía errores ni era negligente. Aquellos hombres se dijeron: No podremos acusar a Daniel de ninguna falta. Tenemos que buscar un delito de carácter religioso» (6,5-6). Los colegas saben que Daniel es un hombre justo y leal, y saben que, gracias a esas virtudes, hará carrera. Si se cultiva la envidia, siempre acaba generando comportamientos. El envidioso actúa para eliminar al envidiado, o para borrar (con la difamación, por ejemplo) aquello que le hace mejor. El envidioso no se cree capaz de igualar al envidiado usando medios lícitos (se siente inferior), de ahí las mentiras y las manipulaciones.
Los colegas conocen a Daniel, lo han estudiado, y por eso han identificado su único gran punto vulnerable: su fe. El envidioso, antes de actuar, observa al envidiado, usa la empatía de forma perversa. Y cuando el envidiado no es solo más capaz sino también mejor persona, entonces su punto débil coincide con su bondad. Y ahí es donde se le golpea. Ahí está la perversión de este tipo de envidia – la envidia del que es capaz y bueno – porque el envidioso usa la bondad del otro (no envidiada) como arma para matar su capacidad que sí es envidiada.

«Entonces los ministros y sátrapas fueron al rey diciéndole: Todos los ministros del reino, los prefectos, los sátrapas, consejeros y gobernadores están de acuerdo en que el rey debe promulgar un edicto sancionando que en los próximos treinta días nadie haga oración a otro dios que no seas tú, bajo pena de ser arrojado al foso de los leones… Así, el rey Darío promulgó y firmó el decreto» (6,7-10). El plan comienza con una mentira, un elemento constante en las maquinaciones envidiosas – “todos” los altos funcionarios del reino no podían estar de acuerdo: desde luego Daniel no lo estaba –. Inmediatamente después descubrimos otro ingrediente, que está presente en procesos semejantes y se activa cuando el plan involucra al jefe: se usa una fragilidad del poderoso. Los envidiosos adulan a los jefes, porque son grandes manipuladores (todos los aduladores manipulan). Aquí los dos altos funcionarios hacen creer a Darío que es nada menos que un dios en la tierra. Saben que esta tentación es invencible para el rey, que firma capturado por el plan envidioso – Darío es el primero que acaba en el foso –.

Hemos llegado al centro del relato. Daniel se entera del decreto, pero no modifica su estilo de vida: «Cuando Daniel se enteró de la promulgación del decreto, subió al piso superior de su casa, que tenía ventanas orientadas hacia Jerusalén. Y arrodillado oraba dando gracias a Dios tres veces al día, como solía hacerlo» (6,11). En el primer capítulo del libro, Daniel fue muy hábil para evitar el conflicto directo con Nabucodonosor (por los alimentos impuros), mostrando una gran sabiduría práctica. Aquí se comporta de manera distinta, y no hace nada para evitar la condena. Un joven y un anciano (aquí Daniel es un hombre mayor) tienen ideas distintas acerca de la prudencia, tienen formas distintas de calcular los costes y los beneficios de sus actos, en particular de aquellos de los que depende su dignidad y verdad. Daniel no modifica en nada su manera de rezar, ni siquiera cierra las ventanas. Sus colegas envidiosos tenían razón: su fe es su vulnerabilidad. El envidioso no tiene como único objetivo ocupar el puesto del envidiado; antes de eso siente el placer maligno de obligarle a cambiar de vida, de condicionar su existencia hasta torcerla. Por eso, la respuesta de Daniel nos dice lo más importante: la única cosa buena que hay que hacer frente a los ataques de los envidiosos es seguir realizando exactamente la misma vida de siempre.

Hay momentos en los que nos resulta evidente que cambiar de vida por miedo a las consecuencias de los envidiosos y enemigos significa perder el alma: no perder la vida significaría perderla de verdad. En muchos conflictos se puede y se debe intentar evitar la confrontación, se pueden buscar mediaciones, dar prudentemente uno o dos pasos atrás por el bien propio y ajeno. En muchos conflictos sí, pero… no en todos, porque en unas pocas circunstancias decisivas es necesario, sencillamente, seguir con la vida de siempre – «Si te dijeran que dentro de veinte minutos se acabará el mundo, ¿qué harías?». «Seguiría jugando al balón» (San Luigi Gonzaga). En la diferencia entre “siempre” y “muchas veces” es donde se juega nuestra dignidad: la calidad ética total de nuestra vida puede depender de la única vez en que no hemos hecho lo que habíamos hecho muchas otras veces, porque hemos comprendido que en esa ocasión había algo distinto. Daniel habría podido empezar a rezar a escondidas, o al menos a cerrar las ventanas. Y sin embargo, no: continuó con la vida de siempre, porque esa, sencillamente, era la única vida que podía llevar.

Y en esta normalidad extraordinaria, Daniel nos regala una de las páginas bíblicas que mejor desvelan la naturaleza civil, laica y política de la verdadera oración. La oración es también un acto subversivo, una «insurrección para una resurrección» (hermanos Rosselli), porque rezar cuando alguien nos impone que no lo hagamos dice a todos los poderosos que no son Dios, que no son más que «espantapájaros en un campo de sandías» (Jeremías). EI mundo lo han cambiado las revoluciones y las ideas, pero también lo han cambiado las oraciones, cuando hemos sido capaces de seguir rezando en público mientras la prudencia aconsejaba cerrar las ventanas. Cada vez que un poderoso quiere que recemos con las ventanas cerradas, negando así la dimensión pública y política de la fe, los envidiosos ya le han convencido de que es un dios: no es ateo, sino idólatra de sí mismo.

Daniel es denunciado por los compañeros (6,12-14). El rey comprende, tal vez, que ha sido engañado, pero la ley ya se ha hecho efectiva y no puede ser revocada: «Majestad, sabes que, según la ley de medos y persas, una prohibición o edicto real es válido e irrevocable» (6,16). Los envidiosos conocen muy bien las leyes para poder usarlas en su provecho; estudian mucho, pagan a muchos abogados. Llegados a este punto, Darío solo puede ejecutar su edicto: «Entonces el rey mandó traer a Daniel y echarlo al foso de los leones. El rey dijo a Daniel: ¡Que te salve ese Dios a quien tú veneras con tanta constancia!» (6,17). Y así fue. Al día siguiente Daniel seguía con vida: «Mi Dios envió a su ángel a cerrar las fauces de los leones, y no me han hecho nada (...) El rey se alegró mucho y mandó que sacaran a Daniel del foso» (6,22-24).
Los envidiosos de Dante rezan a María («Oí clamar: “Ora María, por nosotros ora”», (Purg XIII, 50), el icono de la anti envidia. La educación de los hijos y de las hijas debería consistir sobre todo en no cultivar emociones envidiosas, empezando por la familia y siguiendo por la escuela. La envidia se nutre de pulsiones de muerte, que acaban destruyendo a los envidiosos. El mejor regalo que podemos hacer a un niño es ayudarle a convertirse en una persona anti envidiosa: con ello aumentaremos su felicidad y la de todos. La anti envidia es un bien común.


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