La profecía de un mercado de pura confianza.

La profecía de un mercado de pura confianza.

La tierra del nosotros/6 - La Economía Civil napolitana del siglo XVIII y el pensamiento de Francesco Fuoco.

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 28/10/2023.

La idea de que el intercambio es un "juego" en el que las ganancias de uno son iguales y opuestas a las pérdidas del otro es la primera dificultad que encuentra un profesor en sus primeras clases de economía. Los estudiantes se acercan a la ciencia económica convencidos de que el mercado es un lugar de relaciones de "suma cero" (+1/-1). En efecto, es difícil transmitir la idea de que en el intercambio económico la ley de oro es el beneficio mutuo, y que por tanto las ganancias de una parte corresponden a las ganancias de la otra, y cuando no se produce este beneficio mutuo se está distorsionando y negando el mercado, que acaba pareciéndose a la guerra, al robo o al atletismo (la metáfora deportiva en economía es casi siempre errónea). Detrás de la mala fama que durante siglos pasaron los agentes económicos había el mismo error que cometen hoy mis alumnos. Si, de hecho, el mercado es realmente una relación en la que una parte se enriquece a costa de la otra, se vuelve necesario proteger a la parte débil, reducir el ámbito del comercio y mirar con gran desconfianza a comerciantes y banqueros. Las prohibiciones religiosas de los préstamos con interés solo reforzaron una negatividad que ya existía. En realidad, los operadores económicos y financieros sabían bien que el mercado era un "juego de suma positiva"; lo sabían porque estaba basado en contratos, que cuando se llevaban a cabo en libertad revelaban la naturaleza del beneficio mutuo de las partes (¿por qué debería dar mi libre consentimiento a una relación depredadora?); del mismo modo, sabían que el beneficio mutuo era a menudo asimétrico (+4, +1) por las diferencias en las informaciones y por las relaciones de poder. Pero cuando el contrato llegaba a generar un signo menos en alguna parte (+2, -1), sabían que se estaba saliendo de la economía y entrando en el hurto, se estaba saliendo de la fisiología y entrando en la patología del mercado.

Por tanto, el verdadero problema estaba en otra parte, estaba fundamentalmente entre los teólogos y los filósofos. Los que de hecho escribieron sobre los precios, los mercados o el interés eran, en gran medida, intelectuales que (con la feliz excepción de los franciscanos y algunos dominicos) predicaban sobre el comercio y los negocios sin tener, en general, la menor idea de lo que eran los mercados reales, los préstamos reales, los contratos reales, las tiendas reales y los empresarios reales (un problema que, en parte, todavía existe). Y así, la idea fue superior a la realidad, y los tratados morales y los manuales para confesores hablaban de un mundo comercial distorsionado y alejado de la vida real del pueblo. Tanto así que, mientras se multiplicaban los tratados contra el comercio y la usura, la Edad Media se llenaba de decenas de miles de banqueros y mercaderes cristianos, que obtenían ganancias, tomaban y daban prestado con usura y volvían estupendas nuestras ciudades.

De hecho, al describir la gran difusión de la usura en la Italia de los siglos XIII y XIV, Ludovico Antonio Muratori recuerda que el préstamo a interés estaba previsto en los estatutos de las ciudades, donde a menudo existía incluso un registro público de los usureros: "Ninguna persona en Siena podía prestar a usura de ningún modo, si no se inscribía primero en el libro llamado Usuraio di Bischerna" (Opera Omnia, 1790[1738-1743], XVI, p. 310), se lee en un documento de 1339, citado por Muratori - la 'Bischerna' era la antigua magistratura. Y prosigue: 'El que prestaba con usura, sólo hacía el préstamo por seis meses, y el que recibía el dinero, aportaba un don al usurero; es decir, pagaba [inmediatamente] el fruto de los seis meses'. Transcurridos los seis meses, "si el deudor no pagaba, el interés que estaba obligado a pagar era de un cuarto del dinero por cada lira por cada mes" (p. 311), o sea, un 4% mensual equivalente a casi el 50% anual (y acá se entiende por qué el 5% anual sobre los préstamos con el Monte de Piedad era la taza de una institución sin ánimo de lucro). Es llamativo el lenguaje: se hablaba de don al usurero, porque presentar los intereses como don hacía facil evadir las prohibiciones eclesiásticas contra la usura. Pero cualquier comerciante sabía muy bien que la realidad era muy distinta a las palabras que se usaban, y que ahí el don no tenía nada que ver. Las palabras bellas son las primeras víctimas de todo alejamiento de la realidad, de la idea de realidad. Y así, la hipocresía y la doble moral se convirtieron en el medio ambiente de los comerciantes y los banqueros desde la Edad Media hasta ayer.

Esta hipocresía civil se vio reforzada y amplificada por los teólogos de la Contrarreforma, que retomaron después de siglos las antiguas prohibiciones abstractas del lucro y la usura, que en gran parte habían sido superadas por los franciscanos y los mercaderes entre los siglos XIII y XVI. En el siglo XVII volvió a crecer la distancia y la desconfianza recíproca entre mundo económico y mundo eclesiástico, incluidos los cristianísimos banqueros de los papas. La religión se convirtió en asunto de culto y de fiestas, de cofradías y de procesiones, de nacimientos y de defunciones, de esposas y mujeres, pero los comerciantes y banqueros se mantuvieron muy distantes de confesionarios y prédicas. Entre los numerosos predicadores y teólogos de la Contrarreforma se destaca el jesuita Paolo Segneri (1624-1694), estimado literato (colaborador en la tercera edición del Vocabolario della Crusca), y autor de muchos manuales para confesores y de tratados morales. Entre ellos, el más famoso es Il cristiano istruito secondo la sua legge1, de 1686. Aquí se leen palabras muy duras sobre los comerciantes, "que vendiendo fiado a los pobres las cosas de la hacienda les conceden luego ese gran privilegio de que como no tienen dinero pagan más caro que los demás". Así, pues, el crédito-creencia es una trampa creada por el vendedor con el único fin de aumentar sus ganancias a costa de los pobres. Y agrega: "Sé que los mercaderes se defienden con esos títulos suyos tan preciados de 'lucro cesante' y de 'daño emergente'..., aunque dudo de que sean para ellos muchas veces un simple anzuelo del que se valen para sacar por la fuerza aquellos frutos que no alcanzan a coger con la mano" (Ed. Veneziana, Carlo Todero, 1765, vol. 1, p. 207). Estas frases elegantes revelan en verdad una idea del mercado moralmente baja, llevada a cabo en talleres oscuros: "El comprador busca ventajas ilícitas, ó en la escasez del precio que ofrece ó en la debilidad de las monedas. El vendedor procura ocultar los defectos de la mercancía que espone, y preguntado, no los descubre, eligiendo á propósito las tiendas privadas de luz, para que se puedan conocer menos”. Luego continúa con sus dudas (que en realidad son certezas): “dudo que muchas veces se verifique este peligro grande, que aprenden de no ser pagados á tiempo ; porque no raras veces quieren fiador, y como si fuera poco el fiador, quieren las prendas”. Está claro que Segneri está hablando aquí de comerciantes, pero también de banqueros, que en el antiguo régimen eran a menudo las mismas personas. Y concluye: “el negociar mucho y no dañar á otros en su negocio, es cosa muy difícil”. Queda muy clara, en fin, la idea del intercambio como un "juego de suma cero": “En todo contrato, entre la compra y la venta, se pone en medio el pecado, como un palo clavado entre pared y pared… como que la injusticia entre aquellos dos términos se ha reducido á tanta estrechura, que no puede salir libre aunque quiera. De aquí la tiene fuertemente el comprador ; de allá la tiene fuertemente el vendedor: de suerte, que es tan inverosímil que se escape de allí, como lo es que se salga un palo de una pared”.

No debe entonces sorprender, dada esta idea dominante sobre el comercio y el crédito, que en nuestra hermosa constitución italiana no aparezcan ni la palabra empresario ni la palabra banco.

La economía civil napolitana e italiana nació en el siglo XVIII con una idea diferente del mercado y del crédito. Lo habíamos visto con Genovesi, y ahora lo vemos con uno de sus herederos, el casertano (Mignano) Francesco Fuoco (1774-1841). Fuoco, hoy olvidado en su patria, fue un autor extremadamente original, en ocasiones genial. Sacerdote, revolucionario napolitano del 1799, pedagogo, matemático, físico, geógrafo latinista y filólogo en sus primeros años, se convirtió más tarde en economista tras su exilio político en Francia (1821-23), donde estudió con el gran economista J.B. Say. Durante esta etapa francesa, inició su complicada colaboración con Giuseppe de Welz, empresario de la región de Como, para quien escribió, quizá por necesidad económica, sus primeras obras sobre economía y finanzas (que salieron a la luz con la firma de De Welz: una disputa de atribución que aún no está del todo resuelta). Entre ellos figura el libro La magia del credito svelata (1824)2, donde encontramos una teoría innovadora y sorprendente del crédito y la banca. Su punto de referencia es Antonio Genovesi, de quien cita extensos pasajes de sus Saggi Economici (1825-27), donde, entre otras cosas, hablando de máximos y de mínimos en economía (Fuoco es uno de los primeros economistas matemáticos), escribe: "La noción de salario mínimo es el punto en el que el trabajador se niega a trabajar por un salario insuficiente" (Vol. II, p. 11), recordándonos que el salario mínimo es todo menos una cuestión reciente o extraña.

En la introducción a La magia del crédito, Fuoco comienza su discurso diciendo que se había topado con una tesis de un autor francés tan extraña que, al principio, le pareció un delirio: “quien sabe contraer deudas posee el arte de hacerse rico”. El posible delirio procedía del recuerdo, que Fuoco como buen hombre de letras tenía presente, de textos satíricos como Il debitor felice, de Ser Muzio Petroni da Trevi, quien a finales del siglo XVI afirmaba que "no puede darse mayor felicidad en esta vida que el tener deudas", y alababa a quienes vivían sin trabajar, haciendo trabajar a los demás por sí mismos. Claramente, el elogio al crédito (no tanto a la deuda) que comparte Fuoco, tuvo raíces muy distintas y opuestas.

Unos años más tarde, en efecto, en sus Saggi Economici (Ensayos Económicos) escribiría páginas de gran belleza y actualidad sobre el crédito: "Los medios que dan al trabajo de un pueblo su mayor energía se crean y multiplican en virtud del crédito, y éste se fortalece en la medida en que se perfecciona el trabajo" (II, p. 395). Por eso habla de una "alianza entre el trabajo y el crédito", basada en el beneficio mutuo, esencial para la felicidad pública. Una alianza que califica de "íntima", gracias a la cual "la moral se propaga".

En cuanto a los intereses de los préstamos, para Fuoco "nada es más justo que recibir una compensación por el préstamo" (p. 397). Citando a Genovesi, "a quien no podríamos agregarle nada mejor", concluye diciendo que "el capital es una riqueza estéril cuando no se destina a un uso productivo, o sea, a cualquier rama de la industria. El crédito es, pues, una condición necesaria para destinar el capital a usos productivos" (II, p. 415).

La conclusión de su razonamiento es muy linda: "La creación y el uso del capital se sostienen en el crédito y, por lo tanto, en la moralidad que fue y será siempre su fundamento. Si los principios de la moral fuesen generalmente reconocidos y respetados, el crédito bastaría para dar vida a la economía general de los pueblos" (II, p. 416). Una economía sólo de crédito, una economía de pura creencia, un mercado sólo de fe. Hoy parece la utopía de ayer, pero ¿y si fuera una profecía del mañana?

1. El christiano instruido en su ley se tradujo al castellano un siglo después, por Don Juan de Espinola Baeza, en la traducción que aquí se usa.

2. El título en castellano es Del crédito y los empréstitos públicos, traducido en extractos por Pio Pita Pizarro, consultable en el sitio de la biblioteca Nacional de España (https://datos.bne.es/).


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